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Plasencia, por Alfonso Verdoy

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¿Qué es lo que duerme en las calles de Plasencia? ¿Qué o quién? Al deambular por sus callejas estrechas y tortuosas, el silencio nos devuelve nuestras propias pisadas cargadas de un acervo misterioso: resuenan con un eco en el que palpitan voces, gritos, ruidos de espadas, galopar de caballos, espuelas, remos y velas del mar al ser izadas.

Seguidamente, en nuestro corazón brotan emociones extrañas, emociones ajenas, que flotaban en el ambiente y que, por el rumor pétreo de nuestro andar, se nos han colado, en misteriosa ósmosis, y han entrado a formar parte de nuestro propio ser. Podemos así palpar la voluntad férrea de Pizarro, el corazón gigante de Hernán Cortés, la infinita aventura de Orellana, la grandiosa pasión de tantos extremeños que se fueron a una lejanía casi infinita, precisamente porque amaban a su tierra, y quisieron dejar enterrado su indomable corazón en este cementerio de casas señoriales.

Por eso, el paseante percibe un éxtasis de grandiosidad viva y latente. Y cuando la elevada fachada de la Catedral irrumpe, en improvisado escorzo, haciéndonos levantar la cabeza hasta el límite de nuestras cervicales, comprendemos que la pasión del descubrimiento estuvo sustentada por una fe tan alta e inquebrantable como aquellas columnas, tan optimista y dinámica como su afiligranado plateresco, y tan robusta como la piedra inamovible.

Cuando queremos contar el motivo de tan repentina emoción no encontramos palabras para describirla

Luego, Pizarro, Hernán Cortés, Orellana y otros muchos nos van susurrando misteriosos mensajes; y empezamos a comprender claramente el hechizo, aún sin conocer la clave: los signos se olvidan y los significados cobran una verdad tangible. Es entonces cuando se nos pone la carne de gallina, se nos eriza el vello y nos sentimos recorridos en zig zag por un brutal escalofrío.

Cuando queremos contar el motivo de tan repentina emoción no encontramos palabras para describirla. Y sin embargo, la sentimos, real y embriagadora. Nos dejamos llevar entonces, silenciosos, por el embrujo y el encanto de las sinuosas callejas, en busca del misterio, evidente y confuso, encontrado y perdido, siempre conocido y siempre, también, olvidado. ¡Calles de Plasencia!