En este camino de la distopía por el que surcamos junto a, o en consecuencia de, la nueva política, esta sí, nueva: mentir sistemáticamente -sin vergüenza, disculpas, alambicadas excusas ante una prensa que haga su trabajo de control, etc.- y luego exigir a los votantes que asumamos que hay que descontar que un político dice una cosa y luego hace la contraria, es transitar un camino explícito de la democracia a una especie de arbitraria aristocracia.
Y si ya estaba desfasado en política la teoría contractualista de Locke, que al menos dictaminaba que un Juez, el parlamento, que nos representaba a todos era la figura que dictaminaba quien se había saltado las leyes… Parece que hoy en día, hemos retrocedido a formas políticas anteriores, cuasi aristocráticas, que cubren sus vergüenzas con conceptos como las fake new, la protección de datos, o la información reservada, donde la gracia es la apariencia, no es importante el contenido de la noticia, ni tan siquiera su forma. Lo verdaderamente interesante y donde radica el poder es en la edición indiscriminada de la moral y la ética en función de la ideologia, como si esto fuera una mercancía más que se pudiera empaquetar para clientes “adictos”. Y en realidad, el sentido de este nuevo poder radica en la propiedad de la empresa que se dedica a decir que es aquello a lo que se le etiqueta como una mala noticia y que tiene el factor de autoridad ideológica sólo para aquellos que estén convencidos, o mejor; lobotomizados. Este es el signo de los tiempos, es así como hoy funcionan los medios de comunicación, imagínense el resto de los poderes del estado.
La cosa funciona de este modo; básicamente jugamos a una lotería cuando votamos a gente que, aparentemente, sabe, como poco, legislar y tomar decisiones ateniéndose a un procedimiento algo complicado. Bueno, en realidad, ni siquiera saben hacerlo bien y como aristocracia deja que desear. No sé cómo llamarlo y ya habrá pensado otro el concepto bastante mejor. Me refiero, obviamente, a que cada vez más gente debe votar confiando ciegamente, imagino que con miedo y reparos ante el riesgo cierto de haber votado lo contrario a lo deseado, en que saldrá algo bueno de los tejemanejes de los suyos. No sé cómo lo veréis. Pero yo creo que esto es una estocada a la democracia.
Yo voté a Rivera pensando que mentía cuando decía que «con Sánchez, no», convencido de que finalmente haría lo razonable. Ahora no voté a Pedro porque no me fiaba: ya me la clavó hace cuatro años. Y ahora ya no sé ni lo que hará. ¿Qué compromiso se contrae así con los ciudadanos? ¿Cuál es la vara de medida y control? ¿Cuál es el umbral de inmoralidad -de desvío patológico respecto a su telos- que no deben cruzar los dirigentes de un partido? ¿Qué y cómo deben controlar los medios?
Estamos jugando a la lotería con pequeñas sectas aristocráticas que no rinden cuentas. Lo único que queda de democracia son los fanáticos, gente que construye una identidad de voto irrevisable, convencidos de que sus líderes, los de SU partido de toda la vida, siempre lo hacen bien, aunque incumplan todas sus promesas y aunque no se parezcan en nada a lo que fueron. Esa gente, legitimando un sistema cada vez más aleatorio, sostiene una ilusión, la de que existe un proceso racional de selección de gobernantes, cada vez más palmaria. Entre fanáticos y desencantados… lo que dure.
Pero me temo que de aquí a abrazar otros procesos de selección de élites no va tanto. Por autoridad carismática, claro, y elección por aclamación. Ya la teoría de la justicia de John Rawls la dejamos para el próximo siglo.
En fin.
Juan Manuel García Albericio