Entre algunos de los que investigan la vida animal existe una intención, digamos que soterrada, de igualarnos con el resto de los animales, como si fuésemos uno más, pues solo tenemos, según ellos, diferencias fisiológicas. Es evidente que tanto los animales como nosotros somos conscientes de la realidad, pero de modo muy distinto. Cuando nosotros aprehendemos algo, lo entendemos inmediatamente como que ese algo es suyo, que se pertenece a sí mismo y no a nosotros, es decir, que al ser conscientes de una manzana, por ejemplo, comprendemos que ella y todas las cualidades que exhibe son suyas y no nuestras. Percibimos el mundo como algo ajeno a nosotros, algo de lo que estamos separados puesto que se pertenece a sí mismo, y en consecuencia nosotros quedamos sueltos respecto a él; esa es la razón por la que somos realmente libres; el mundo no manda sobre nosotros porque no estamos atados a él sino sueltos desde el momento en que lo percibimos. Esta separación nos concede a los humanos un estatus exclusivo que nos permite disponer de tiempo para reflexionar y pensar. Si estuviéramos atados al mundo no necesitaríamos ejercer el pensamiento, por la sencilla razón de que nuestras respuestas estarían ya dadas de antemano.
En el animal sucede algo muy distinto, pues al percibir algo lo vive como un estímulo que se introduce en su ser y le lanza necesariamente a una conducta determinada. Cuando el perro del cazador olfatea la presa, inmediatamente reproduce siempre los mismos actos: se para, levanta una pata y espera; el olor percibido se ha hecho su dueño y le impulsa a realizar esos actos. Por ello el animal carece de libertad, porque no percibe cosas como nosotros, sino que percibe y vive estímulos que le atan a su mundo. De igual modo, cuando yo toco por ejemplo una brasa sin darme cuenta, la vivo como un estímulo, el fuego se apropia de mi ser y no me ha quedado más remedio que dar el salto y alejarme de ese lugar; lo he hecho sin pensar, he sentido el quemazo como algo mío, y ha sido el quemazo el que me ha impulsado a actuar de esa forma.
Claro que, al cabo de unos pocos segundos comprendo que el calor estaba en la brasa, que no era mío, y entonces tengo ya el conocimiento intelectual que nos caracteriza, pero esta segunda fase no se da ni se puede dar en el animal, porque aunque físicamente tengamos ciertas semejanzas, poseemos alma, o espíritu o razón o como queramos llamarle, cosa que el animal no posee. Por eso no podemos ser nunca iguales.
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