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Al teléfono, por Alfonso Verdoy

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-¡Señor Pérez (pongamos, por ejemplo, este apellido) acuda al teléfono, Sr. Pérez! Esto se solía escuchar cuando, hace años, estábamos en un restaurante, en un bar, en un club de ocio, o en cualquier lugar en el que se ubicase un amplio número de personas. Y el denominado Sr. Pérez torcía el gesto, pues le molestaba romper el ritmo de su comida, de su ronda de cervezas, en definitiva, de la charla con sus amistades. Claro que también la surgía un cierto temor: ¿Habrá pasado algo en mi familia?, se preguntaba.

Lo cierto es que en la mayoría de las ocasiones no era ese el motivo, sino ese pesado que tenía el don de la inoportunidad. Los compañeros y compañeras del Sr. Pérez estaban intranquilos hasta que el llamado regresaba con gesto de enfado, diciendo por toda justificación: El pelma de Martínez. Y se reanudaba la charla, o la partida, o se hincaba de nuevo el tenedor en ese solomillo tan apetecible. Y es que el teléfono, en los ratos de ocio, lo juzgábamos como muy molesto. Lo usábamos desde casa, desde la oficina o desde el lugar de trabajo, y siempre cuando era estrictamente necesario, porque en el tiempo libre era considerado como algo que no se debía utilizar.

Usábamos el teléfono desde casa, desde la oficina o desde el lugar de trabajo, pero no en el tiempo libre

Ahora, desde la invención del móvil, ya no nos llaman al teléfono, sino que lo llevamos en el bolsillo, y por eso de la cercanía lo utilizamos apenas se nos ocurre, sin tener en cuenta si somos o no oportunos. Y es más, de cuando en cuando lo miramos: ¿Será posible que todavía no me haya llamado nadie?, nos decimos. Si antes renegábamos de esas llamadas, ahora las echamos de menos, de tal manera que no se trata de acudir al teléfono sino de llevarlo, y no sólo en el bolsillo, porque realmente lo llevamos en el cerebro. Ha llegado a formar parte de nuestro ser. Hoy las reuniones y las comidas están continuamente salpicadas de llamadas telefónicas para todas las personas del grupo. Desconocemos lo que antes eran varias horas sin ser molestados por nada ni por nadie, charlando de lo que se nos ocurría y sintiéndonos libres.

Y es que el móvil ha dejado de ser una herramienta, que como tal era la prolongación de nuestra mano, y funcionaba cuando queríamos. Ahora se ha convertido en una máquina y, como todas las máquinas, tenemos que seguirla cuando funciona, porque nos obligan a ello queramos o no. Nos interrumpen, y a veces nos quitan, el tiempo libre. Cosas del progreso.