Desde lo más abisal de la Prehistoria, ha existido una obsesión humana por medir el Tiempo. Se pensaba, en el colmo de la necedad, que aprendiendo a medirlo, se llegaría un día a controlarlo, para esclavizarlo y manipularlo al antojo de cada sociedad y, después, de cada individuo, con el fin de alcanzar la inmortalidad. Y la cosa terminó como el cazador cazado, siendo el Tiempo medido el que se ha hecho dueño y señor de nuestra existencia.
Fue así como nacieron los relojes. Al principio tenían la virtud de ser silenciosos y parecían una lúdica excrecencia de la propia Naturaleza. Eran los relojes de sol, los de arena y esos otros de agua, denominados por los griegos con el bello nombre de “clepsidras”. La misma Naturaleza medía su propio discurrir, como haciendo actas notariales de sus repetidos ciclos.
Pero nada es suficiente para la imbecilidad humana. Y los engranajes, los contrapesos y los chips pusieron su toque de artificialidad al transcurso del Tiempo, que fue anunciado a golpes de campana, de timbre, de sirena y de pitido, atronando con insoportables decibelios las horas de nuestros actos. Y, de esa manera, iban inundando nuestros cuerpos con la taquicardia de su estruendo y, en nuestra mente, el gota a gota lento y corrosivo de su omnipresencia.
La soberbia humana, de la mano de la ignorancia más supina, popularizó el reloj de pulsera, que no deja de ser más que una esposa, en su acepción carcelaria. Y así vamos tan felices sin enterarnos de que en la muñeca llevamos esposada, dentro de un grillete de diseño, nuestra pena más negra: el Tiempo destructor que huye con nosotros hacia la Muerte Y es tal la necesidad que tenemos de conocer el tiempo que es lo primero que nos dictan las pantallas cuando encendemos un teléfono móvil, un ordenador o un vehículo.
Como válvula de escape deberíamos, al menos, pasar las vacaciones sin relojes. Sería el regreso a aquellos tiempos en los que la especie humana vivía al ritmo que dictaba el hambre, el dolor, la risa, el sueño y el amor. Realmente eran otros tiempos. Los tiempos de la Vida y, sobre todo, de una Felicidad que hoy se nos antoja imposible, porque nos falta la Libertad que hemos dejado en manos de Kronos, ese dictador dios del Tiempo. O, peor, en manos de esos artilugios que lo miden: los relojes, en cualquiera de sus formatos.